Nuria Barrios

Ese pensamiento, que surge desde la conciencia de nuestras desventajas de género, podría ser un trampolín –festiva metáfora del agua– para achicar y hasta suturar otras brechas en la frente y más heridas: la desigualdad de clase, raza, procedencia, salud, opción sexual… Entonces el trampolín se convierte en aguja de bordado y oímos cómo la punta metálica entra y sale de la tela

Mi abuela había caído en una trampa mortal porque un hombre le gustó. La trampa estaba ahí y lo difícil, dificilísimo, habría sido no caer en ella de una u otra manera

a los ojos de un hombre, el peor pecado que podía (puede) cometer una mujer, es ser indeseable

hombre que me preñó no quiso saber nada; el aborto es asunto de mujeres; la culpa, también, sólo suya; los hombres suelen (o solían) declinar toda responsabilidad, como si las mujeres que abortan fueran reencarnaciones de la Virgen María.

Es curioso que tenga que hacer uso de la anatomía (abrir una puerta con mi mano) y de un elemento externo a mi cuerpo y al espacio en sí (la claridad) para que todo recobre sentido. Llegar de fuera y refugiarme entre los que me esperan para sentirme de nuevo como en casa.

Mis (los) otros cuerpos de los que vengo.
Hasta hace poco me he sentido una forastera en mi propia casa.

Alejandra Eme usa ese verbo como un puñal. Quedarse a ver, a mirar. Cómo un verbo implica tanta pasividad. Contemplar, limitarse a mirar. Estar quieta, inmóvil, parada, mientras son otras la que se mueven y hacen. Otras que siempre son las mismas y que siempre se encargan de hacer lo mismo: las tareas domésticas.

Cada habitación corresponde a un género claramente, también a una parte específica del cuerpo en cuestión. Y duele, duele mucho.

Mejor, llámalo machismo. Con todas sus letras, tecléalo fuerte,

. No pasa nada por reconocer que hemos sido egoístas con ellas, que las hemos apartado de nuestros espejos durante años. Es doloroso, sí, pero necesario. Por eso escribo.