Primera persona

Poca gente domina el arte de saber envejecer, L hacía parte de esa respetable minoría.

Y lo hacía obsesivamente: buscaba en los libros, como en las sopas de letras, mensajes escondidos; subrayaba en vertical, en diagonal, armaba frases a las que atribuía sentidos disparatados: eran cosas que mi papá quería decirme pero no podía.

Cuando abandoné mi ciudad costera pensé que lo mejor que podía pasarme era vivir en un lugar alejado de la playa y dedicar menos horas al pensamiento ocioso y cíclico.

eso era una fuga de conciencia. Una mujer como ella —temerosa, culposa, extremadamente dependiente— jamás habría podido idear una fuga verdadera.

Como alguien que se guarda muchas cosas incomprensibles —y por ende, aterradoras— para sí misma y prefiere poner candados a las puertas que las contienen.

Crecer mirando el agua, aspirando el salitre y buscando la sombra te condena a la divagación inconducente. Y, de algún modo, de eso vivo.

posibilidad de ampliar la perspectiva bajo la cual se cuenta el mundo: un mundo contado sólo por hombres no es un mundo completo.

una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma»

Hubo momentos en que, para mí, fue demoledor saberme distinta, y saber, sobre todo, que ser distinta era irremediable; lo que durante mucho tiempo me pareció un ejercicio de poder que demostraba una excentricidad caprichosa —miren: salgo con viejos—, ahora lo reconozco como una diferencia genuina

no pretendo cargar a mis libros con el peso de tener que mantenerme