Mucho antes de convertirme en adulto, aprendí a comunicarme de una manera impersonal que no requería que revelara lo que estaba pasando dentro de mí. Cuando me encontraba con personas o comportamientos que o bien no me gustaban o bien no comprendía, solía reaccionar dando por sentado que los demás estaban equivocados. Si mis profesores me asignaban una tarea que no quería hacer, entonces eran “malos” o “injustos”. Cuando conducía, si alguien me adelantaba, mi reacción solía ser: “¡Idiota!”. Cuando hablamos este idioma, pensamos y nos comunicamos asumiendo que algo falla en los demás por comunicarse de cierta manera y, en ocasiones, asumiendo que algo falla en nosotros mismos por no entender o responder como nos gustaría. Nuestra atención está concentrada en clasificar, analizar y determinar niveles de error, en lugar de en lo que tanto nosotros como los demás necesitamos y no estamos obteniendo. Así, si mi pareja quiere más afecto del que le estoy dando, es “necesitada y dependiente”. Pero si yo quiero más afecto del que ella me da a mí, entonces es “distante e insensible”. Si mi colega presta más atención que yo a los detalles, es “puntilloso y obsesivo”. Por otro lado, si yo presto más atención a los detalles que él, entonces es “descuidado y caótico”.