Quería que dijera en el napolitano sincero de nuestra infancia: qué carajo quieres, Lenù, estoy así porque perdí a mi hija, y quizá esté viva, quizá esté muerta, pero no logro soportar ninguna de las dos posibilidades; porque si está viva, está viva lejos de mí, en un lugar donde le ocurren cosas horribles, que yo, yo veo nítidamente, las veo todos los días y todas las noches como si ocurrieran ante mis propios ojos; pero si está muerta, yo también estoy muerta, muerta aquí dentro, una muerte más insoportable que la muerte verdadera, que es muerte sin sentimiento, mientras que esta muerte te obliga a diario a sentirlo todo, a despertarte, a asearte, a vestirte, a comer y beber, a trabajar, a hablar contigo que no entiendes o no quieres entender, contigo que, de solo verte, toda arreglada, recién salida de la peluquería, con tus hijas a las que les va bien en la escuela, que siempre lo hacen todo de un modo perfecto, que ni siquiera este lugar de mierda las echa a perder, al contrario, parece que las favorece —las hace aún más seguras de sí mismas, aún más presuntuosas, aún más convencidas de arramblar con todo— y eso me amarga la vida todavía más de lo que ya me la he amargado, así que anda, vete ya, déjame tranquila, Tina debía ser mejor que todos vosotros, pero se la llevaron, y yo ya no aguanto más.