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Juan Gómez Bárcena

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Rafael Ramosцитуєминулого місяця
Un día, Bandica hizo llamar a los magos y sabios de la corte. Les dijo que su corazón moría de pena y que su única esperanza era encontrar la manera de ver de nuevo con vida a su amado. Por eso les consultaba a ellos, que todo lo sabían, para que le enseñaran la forma de remontar las aguas del tiempo hasta los días felices en que su esposo el rey aún vivía. Los magos se miraron con impotencia. Todo esto ocurría en tiempos muy lejanos, cuando el mundo era tan joven que aún estaba lleno de prodigios y hechos asombrosos; pero no tanto como para que simples mortales supieran rebobinar las ruedas del tiempo, cuyos ejes sólo conoce el Altísimo.
Rafael Ramosцитуєминулого місяця
Una noche que contemplaban las estrellas, el mago señaló el cielo y entre otros muchos comentarios estériles dijo: «Mírelas, Alteza. Están tan lejos que su brillo continúa llegando hasta nosotros, aunque muchas de ellas ya se hayan apagado». Aquella noche la reina no pudo conciliar el sueño. Pensó en las palabras del sabio; pensó en el resplandor disperso del cielo y en cómo desde la tierra las estrellas muertas continuaban estando vivas. Pensaba en ellas al vestirse en silencio y aún seguía haciéndolo mucho tiempo después, mientras corría por el jardín del palacio aprovechando las sombras de la noche.
Rafael Ramosцитуєминулого місяця
Bandica apresuró su paso. Llegó hasta donde llegan los hombres sensatos y después continuó hacia adelante. Atravesó las montañas desoladas que ni siquiera los buitres sobrevuelan y los pantanos en los que se hunden y extravían las mulas de los correos. A bordo de un balandro desvencijado cruzó los siete océanos y cada uno de sus insondables piélagos. Bandica no sabría decir si continuaba dentro de las fronteras de su reino o si estaba a punto de llegar al límite de la tierra, donde los mares se desvanecen en una catarata que cae eternamente. Pero cierto día encontró una isla, en esa isla una aldea, y en esa aldea una posada en la que los hombres pagaban sus rondas con monedas que tenían acuñada la efigie de un rey niño. Bandica sonrió y supo que por fin había llegado al lugar que buscaba.

En aquella isla remota, la reina dejó pasar la vida entera. Año tras año creció con ese niño; en el reverso frío de las monedas vio definirse cada vez más claramente los rasgos que algún día amaría y cubrirse de nuevo de barba sus mejillas. Lentamente aprendió a amarlo como lo amaban sus súbditos: en la distancia.
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