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Concha Cardeñoso

  • Aída Palomoцитуєторік
    un río que debía de ser frío porque se escondía entre los árboles.
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    Entonces nos retiramos. Extenuadas. Y miramos la obra terminada. Las hojas y las ramas goteaban, y nos fuimos, vacías y flojas, a otra parte.
    Una vez llovimos ranas y otra llovimos peces. Pero lo mejor es granizar. Las piedras preciosas se precipitan sobre los pueblos, los cráneos y los tomates. Redondas y congeladas. Llenan las cunetas y las sendas de un tesoro de hielo. Las ranas cayeron como una maldición. Los hombres y las mujeres echaron a correr, y las ranas, que eran muy pequeñas, se escondieron. Los peces cayeron como una bendición sobre la cabeza de los hombres y de las mujeres, como bofetadas, y la gente se reía y los tiraba al aire como si quisieran devolvérnoslos, pero no querían, ni nosotras tampoco queríamos. Las ranas croan dentro del vientre. Los peces dejan de moverse pero no se mueren. Pero da igual. Lo mejor de todo es granizar.
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    Son historias que me hacen reír, reír y reír hasta que se me afloja algo por dentro, muy adentro, más adentro que las gotitas de pis. Cuenta historias en las que a veces salimos nosotras, y es fantástico salir en ellas.
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    ¡Qué lástima que los hombres se consuman tan deprisa, y que los otros hombres se aferren a los cuerpos vacíos y los escondan y los entierren por no ver lo que les pasará a ellos también!
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    Pero dejaron una cruz en el sitio en el que lo partió el rayo. ¡Qué manía de ensuciar la montaña con cruces!
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    A algunos hombres se les atasca la lengua y se les seca en la boca, y no saben abrirla ni para decir cosas bonitas a sus hijos, ni cosas bonitas a sus nietos, y así se pierden las historias, y lo único que sabes ya es que hoy comes pan duro y que hoy llueve y que hoy te duelen los huesos. Triste montaña. Estas montañas se llevaron a Domènec. A mi Domènec. Un rayo lo partió por la mitad como si fuera un conejo. Dos meses después de que naciera Hilari. Mejor así. Porque no le contagié la pena ni las lágrimas a través de la sangre, como habría pasado si Domènec se hubiera muerto estando yo preñada. Entonces me habría salido mal el hijo, azul de duelo. No. Lloré sola. Lloré de una sola vez todas las lágrimas que Dios me había dado. Y me quedé más seca que un bancal yermo.
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    E Hilari fue el niño sin padre más feliz del mundo. Yo he tenido los niños sin padre más felices y menos huérfanos del mundo.
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    A una no le dicen que se pueden elegir cosas que no sean pequeñas. No le dicen que las piedras pequeñas se pierden. Se escapan por el agujero de un bolsillo. Ni que si se pierden ya no se puede elegir otra, que piedra perdida, perdida está. Tira el corazón también aquí, en medio del camino, entre el barro y las zarzas. Tira la alegría. Tira el alma y los abrazos, los besos y la cama de matrimonio. A la fuerza, a la fuerza. Y ahora levántate y mira esta mañana tan delgada y tan azul. Y baja a la cocina, métete la comida en la boca y después métela en la boca de los niños, y luego en la boca del viejo, y luego en la boca de las vacas y de los terneros, en la de la cerda, en la de las gallinas y en la de la perra. A la fuerza, a la fuerza. Hasta que se olvida una de todo, con tanta fuerza bruta.
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    Quiero a mis hijos, a pesar de la cojera del alma. A pesar del lastre, del desánimo y de la pesadez. A pesar de que criarlos sola no estaba entre las promesas que hice, que me obligaron a hacer. Yo quería un marido, mi marido, y después, si venían hijos, pues bien. Pero ¿solo hijos?
  • Anacarsis Ramosцитує5 місяців тому
    Lo primero que me gustó de mi marido fue el pelo. Después los poemas. Y después, cuanto más me fijaba en las otras cosas, más me gustaban. Las manos. Las piernas. Las orejas. Y las arrugas de los ojos, como una cola. Los hombros. La voz cuando hablaba bajito, como una lagartija que te sube por la espalda: «Me vuelves loco, Sió, ¡me vuelves loco!», me decía. Esa forma de mirar, como una lanza, como una flecha. Y esa cabeza llena de misterios, llena de palabras: «Sió, tienes los ojos tan azules que nadan peces en ellos.»
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