En cuanto vi cómo cerraban su ataúd, cogí mi bastón y caminé hacia ella. Por todos los cielos, habían encajado con tal descuido la tapa que le habían pillado la melena. Esos cabellos que yo había peinado mil veces colgaban por fuera como un insulto. Estoy seguro. Nadie amó a esa mujer como yo. Ni su marido, ni sus hijos, ni ninguno de los que andaban por ahí. Charlaban y charlaban y no solucionaban nada. Con discreción, llegué al féretro, tomé su melena blanca con las dos manos y la recogí. Temblé al tocarla. Ella suspiró. Por última vez, nadie se dio cuenta.