Andrés Montero

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    Sentía la imperiosa necesidad de estar en otro lugar, de tener otro pasado y otro futuro, de ser otro, alguien más, algo más
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    Me reproché mentalmente por fijarme en ese tipo de cosas ante una muerta, pero no pude evitar imaginarla viva, caminando por los campos sureños, como si la hubiera conocido.
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    qué culpa tienen las mujeres del silencio de los hombres, qué culpa de su hijo bruto, y sola, siempre sola para no joderla a ella
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    Y yo soy todas las esperas humanas en esta noche que ya deja de serlo. Y yo soy la espera cierta de todos los días
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    ¿Qué fue la vida del papá? Lo mismo una y otra vez. Y la suya. Y la mía. Y la de todos los humanos. Y de pronto llega la muerte y listo
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    Yo no entiendo mucho de estas cosas, hijo, ¿sabe? Pero alguito le voy a decir. Mire, venimos al mundo una sola vez, la misma Biblia lo dice. Y bueno, usted tiene razón, en esta caleta nadie hizo nunca una cosa de la que la gente se vaya a acordar después. ¿Pero qué importa? La vida es así. Es como una oportunidad.
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    —Yo sé que mi vida no ha sido nada del otro mundo, hijo —dijo la vieja después de un rato—. Lo mismo todos los días: que la cocina, que el telar, que la preocupación por el viejo que iba a volver curado y tenía que levantarse temprano, y luego por usted que no llamaba nunca del norte. Todos los días lo mismo. Pero esta ha sido mi vida y ha tenido cosas bonitas. Un día fui madre: usted me hizo madre. Y ese día tuve en mis brazos a una cosita que había salido de mí misma y que tenía un corazón que latía. Y cuando pequeña escuché historias de mis abuelos acurrucada cerca del brasero, y aprendí el oficio de tejedora de mi propia madre. Y ahora de vieja salgo todavía a caminar y a mirar el mar, y a veces me hago una agüita de boldo con harta azúcar. Y los sábados me levanto a preparar un almuerzo rico porque viene usted, y cuando le oigo los pasos el corazón se me acelera de la emoción. Y es verdad: ya tengo más de ochenta años y sé que me voy a morir en un tiempito más. Y cuando estos viejos de la caleta se mueran también, y cuando se muera usted, nadie se va a acordar de mí, así como poco a poco a mí misma me va siendo cada vez más difícil recordar la cara de Florencio, y la de Rubén, y también la del padre Jerónimo, y hasta me olvido de cómo era mi pobre vecina Jimena, que en paz descanse, tan joven que partió. Pero a mí eso no me preocupa, no me preocupa que cuando yo muera a usted mismo le cueste recordar mi cara y mi voz. ¿Sabe por qué? Porque lo tuve a usted en mis brazos, y porque aprendí a tejer con mi madre, y porque me he tomado miles de agüitas mirando el mar. Eso nadie lo sabe y a nadie le importa y por lo mismo está claro que nadie lo va a recordar, pero yo lo tengo acá adentro, y cuando venga la muerte la podré mirar y preguntarle cuántos hijos tuvo ella, cuántas cucharadas de azúcar le puso a sus tecitos, cuántas veces vio una gaviota lanzarse en picada al mar y salir de vuelta hacia el cielo con un pescado. Y la muerte no me va a poder decir nada, porque la muerte es eso: la muerte. La muerte es la envidiosa de los que tuvimos una vida. Y no sabe la envidia que le da cuando ve que otra gente va a despedirse del que se está llevando, cuando escucha a esa gente hablar y decir cosas bonitas del muerto; no sabe usted, Martín, toda la rabia que siente la muerte por cada lágrima que se derrama por un finado, porque nunca nadie va a derramar una lágrima por ella
  • cataцитує8 місяців тому
    y seguiría vivo el espíritu de los que habían partido en la espera del amanecer y de la noche, y ahí seguiría, dando compaña, cuando un día los de aquí vieran venir a la muerte estilando por los senderos verdes y oscuros del final de la tierra
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