Aldo Manucio

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    En el mundo de la Alta Edad Media, la redefinición del libro en las formas materiales, en la producción, circulación y en los usos, como consecuencia de su prevaleciente, si no exclusiva, pertenencia al ambiente monástico, condicionó su lectura: esta se asimilaba a una práctica disciplinada y agotadora, a tal punto que los Padres de la Iglesia prepararon una serie de instrucciones que debían seguirse para controlar los sentidos y las posturas corporales mientras se leía.(8) Además, no se leía por placer, sino para alcanzar la virtud.
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    el lector estaba sometido al texto.
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    El lector era conducido de la mano y no tenía que abandonar esos carriles.
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    por lo tanto, estamos tentados de concluir que era más necesario acompañar el texto que resaltar su título.
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    Podemos imaginar a Manucio hojeando con admiración los papeles con aroma a tinta fresca, acercándose al taller de la imprenta, observando el trabajo frenético de componedores y operarios: cuán sorprendente debe haber sido para un joven de dieciocho años asistir en persona a los primeros pasos de la revolución de la imprenta, y ¡cuán grande debió ser la impresión que guardó en su mente!
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    la polémica en torno al trabajo editorial con respecto a los textos que necesitaban reorganización y verificación, que incluía acusaciones cruzadas, envidia, posiciones contrarias. Los prefacios se convirtieron en campos de batallas filológicas, había en juego trayectorias con principios y enseñanzas universitarias, y fue tal la dureza del enfrentamiento que alguno llegó, como Niccolò Perotti, a lamentarse por el advenimiento de la imprenta a causa de la corrupción de los textos por parte de aquellos que presumían ser sus correctores.
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    Aldo hacía promesas a los lectores –“esperen después todos los mejores autores griegos”– y los llamaba a ejercer su rol: “Entretanto es su deber, estudiosos y amigos y patronos de nuestra profesión, si quieren que su Aldo los ayude más fácilmente por medio del dinero que se invierte en la impresión, a ustedes y al saber que decae, comprar con su dinero nuestros libros. Y no ahorren gastos, así pronto les daremos todo” (Crastone 1497, 80).
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    “No vamos a negar que pasamos por alto muchas cosas que debían haber sido corregidas: pero aquellos que tienen más tiempo que nosotros pueden corregirlas en el curso de sus estudios. Pues yo solo no puedo hacer todo”
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    el editor italiano les ofrecía un rol de protagonistas en el mundo editorial. Que quede bien claro: Aldo no tenía en mente lectores generalistas, consumidores de textos de amplia difusión, compradores de obritas de pocas hojas que contenían canciones, recetas, noticias de la ciudad, que se vendían a bajo precio sobre el puente del Rialto;(18) no obstante, se puede decir que él, precisamente por estas consideraciones y atenciones, era capaz de establecer el diálogo con la mayor comunidad de lectores.
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    Aldo agregaba su prefacio a las obras que expresaban su proyecto cultural, es decir, aquellas con las que más se identificaba.
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