¿A quiénes se acusaba de brujería? Se pensaba que la mayoría de las brujas eran mujeres. Aunque curanderos y chamanes podían ser de ambos sexos, en la medida en que la magia se asoció al mal, también tendió a quedar relacionada con las mujeres: todos los sacerdotes cristianos eran hombres. Muchos clérigos fueron buenos cristianos fieles a su evangelio de amor, pero otros se obsesionaron con imponer reglas a las mujeres: a su sexualidad, a su conducta y a su pensamiento. Había mujeres santas en la teología católica y María, la madre de Cristo, era una figura venerada —esos modelos de papeles femeninos se consideraban aceptables—, pero los clérigos seguían a vueltas con Eva, la primera mujer. Eva había vivido apaciblemente junto a Adán, su esposo, hasta que había sucumbido a la tentación de Satán y había comido del fruto que simbolizaba el conocimiento. Cayó en el pecado, convenció a Adán de seguirla y condenó así a todos sus descendientes si estos no llevaban vidas de arrepentimiento. Los clérigos educados en el mito de Eva —a menudo célibes como parte de su compromiso religioso— tendieron así a desconfiar de las mujeres como peligrosas rebeldes más que como herejes. Sus mentes eran claramente influenciables por las mentiras demoníacas, y lo que era aún peor, sus lenguas persuadían a los hombres de pecar, según tales clérigos. Así que, si un demonólogo buscaba siervos de Satán, debía empezar por ellas.
Igual que Eva había sido corrompida por Satán, las mujeres del siglo XV se consideraban también predispuestas a sus sugestiones. Y no se trataba solo de tentaciones mentales, sino que se imaginaban apariciones físicas mediante las que el diablo ofrecía su ayuda práctica. En la década de 1480, los demonólogos pensaban que, si una mujer era pobre, Satán podía aparecérsele ofreciéndole dinero o bienes y llegar a enriquecerla. Si no le gustaba obedecer a los hombres, podía liberarla de ellos. Si buscaba compañía, el diablo podía visitarla en forma de amante o de mascota. Si buscaba venganza, podía aplastar a sus enemigos. Satán podía aparecerse bajo forma humana, animal o incluso como «espíritu familiar». Pero, si te ofrecía sus servicios, el precio era tu alma, tu vínculo con Dios y tu esperanza de un lugar en el cielo. Una vez que aceptabas ese pacto —entregar tu alma a cambio de su ayuda—, Satán te marcaba con alguna mancha o verruga que demostraba que le pertenecías. Y entonces te prestaba el poder que tú querías y te convertías en una bruja.