marido, que proclama no querer «pensar en nada cuando está en casa», engulle toneladas de comida apoltronado en el sofá mientras ve la televisión. San se pregunta, desconcertada, si no se habrá casado con un ser que no pertenece a la especie humana.
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Me hablaba serio, con toda formalidad, y hasta cometí el error de alegrarme, creyendo que yo era la única persona en la que confiaba para sincerarse.
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El hombre que había parecido capaz de revelar su verdadera personalidad, cada vez que se presentaba la ocasión, afirmaba que, cuando estaba en casa, no quería pensar en nada.
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Cada vez que lo veo despatarrado en el sofá, tengo la sensación de que estoy viviendo con una nueva especie de ser orgánico que permanece muy a gusto sin hacer nada hasta que muere.
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Sin darme cuenta, debía de haberme casado con un ser que no era humano
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¿Cómo era posible que no tuviera sentimiento de culpa por la búsqueda constante de la máxima comodidad?
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Cuando decidí casarme con mi marido, no es que dejara de pensar que mi ser desaparecía sin dejar rastro, sustituido por el suyo. Sin embargo, incluso ahora, cuatro años después de la boda, no hago nada por huir de esa tierra que es mi marido.
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No puedes comprender que un hombre no quiera pensar en nada cuando está en casa.
—¿Qué es eso en lo que no quieres pensar?
Normalmente, no hago caso de esa clase de comentarios, pero esta vez me atreví a planteárselo. Me ofendía que menospreciara sin ambages las tareas del ama de casa.
—Mira, ni siquiera puedo pensar en la respuesta a tu pregunta.
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Parece el cuento de Hoichi el Desorejado. Se lo dije a la señora Kitae y ella se quedó pensativa un momento, hasta que hizo un gesto afirmativo.
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El matrimonio es una cosa extraña. A pesar de que estábamos tan cerca, de que dormíamos en la misma cama, no había tenido la menor idea de que él quería ser una peonía de montaña.
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