la noción política de ciudadano, que no es sino eso: un cuerpo abstracto cuya mera presencia es en teoría merecedora de derechos y deberes en relación con los cuales la identidad social real es o debería ser un dato irrelevante y, por tanto, soslayable. Ese desconocido es aquel que puede reclamar que se le considere en función no de quién es, sino de lo que hace, de lo que le pasa o hace que pase y sobre todo de lo que parece o pretende parecer, puesto que en el fondo es eso: un aparecido, en el sentido literal de alguien que hace acto de presencia en un proscenio del que él sería el rey y señor: el espacio público, en el sentido político del término, es decir, en el de lugar físico en que emergen, como por arte de magia, los principios esenciales de la igualdad democrática. Pero ese sistema al que se atribuyen virtudes igualadoras está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir, el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como apta para “presentarse en sociedad”, en encuentros con gente que también ha conseguido estar “a la altura de las circunstancias”, es decir, resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma, brindar garantías de conducta adecuada.