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Peter Sloterdijk

La herencia del Dios perdido

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  • Bianca Beltránцитує10 місяців тому
    Al ser humano observado en demasía, cuanto más se le hace creer que al observador no se le escapa detalle, por pequeño que este sea, más se le empuja al disimulo. El dios que es completamente ojo me rodea por fuera y me traspasa por dentro de acuerdo con el esquema espacial agustiniano de la doble trascendencia: interior intimo meo, superior summo meo («más interior a lo íntimo de mí mismo y más alto de todo lo que es alto en mí»)32.

    La instauración de la posición excéntrica «del ser humano» en el escenario de la existencia es el resultado, según esto, de una reacción, fijada internamente, a las imposiciones altoculturales de la constante observación que penetra todo.
  • Bianca Beltránцитуєторік
    Con esta tesis se proclama poéticamente algo que trescientos años después se interpretará filosóficamente: que ser y ser-visto convergen. El malestar en la cultura no solo proviene de la obligada renuncia al instinto, sino que surge más aún de la carga por la mirada del otro poco amable. El ser humano no puede devenir lo que es o quien es si no se desarrolla ante los ojos de observadores. La existencia implica un test permanente respecto a si uno puede dejarse ver.
  • Bianca Beltránцитуєторік
    Es por la estructura de su conciencia por lo que la situación excéntrica como valor posicional en sentido plessneriano caracteriza «al ser humano». Él —aquí prevalece aún el ingenuo masculino—, a priori, por decirlo así, en virtud de su constitución reflexiva, ha salido desde el centro de la existencia a las afueras. El significado de la existencia para el ser humano radica en la evasión de los límites de su ambiente —signifique lo que signifique su milieu—. Así, aunque permanezca en un lugar, el ser humano va más allá del efecto de cerco del horizonte. No está aquí sin estar allí. Siempre huyendo ya de los límites del entorno inmediato, en el intento de llegar a sí mismo, tiene que descubrir que es un ser que esencialmente se mueve a su propio lado. Como herido por un más allá inevitable, está distanciado de sí mismo en la cercanía más próxima a sí mismo. No obstante, consigue ser «él mismo» en tanto en cuanto logra regresar a sí desde el estar-al-lado. Ser un ser humano adopta, según esto, la forma de una tarea nunca del todo realizable. Para que la existencia tenga éxito es necesario que el individuo organice la tensión entre las tendencias excéntricas y las concéntricas.

    Se puede constatar, con todo respeto, que, con su bella doctrina de la existencia posicionalmente duplicada «del ser humano», Plessner había puesto en el mercado a mitad de precio una versión del idealismo alemán. Su doctrina era original en cuanto que presentaba una interpretación espacial de la «autorreflexión». Sonaba sorprendente en tanto en cuanto ponía de manifiesto en horizontal una profundidad hasta entonces no mostrada de esa manera. Lo que «los seres humanos» habían negociado hasta ese momento con un mundo trascendente hacia arriba deberían solucionarlo en el futuro entre ellos como criaturas de una vecindad apartada. Si se quisiera caracterizar con una palabra el impulso de Plessner, podría decirse que cambió la antropología de Feuerbach de la vertical a la horizontal. La excentrización se ofrece como figura sucesora de trascendencia. «El ser humano» es el animal que no solo coloca un cielo sobre él, sino que también lleva en sí una lejanía desde la que regresa a sí mismo.
  • Bianca Beltránцитуєторік
    El fenómeno del «ocaso de los dioses», pues, no tiene prácticamente nada que ver con fatalidades trascendentes en el terreno de Dios. Afecta exclusivamente a la relación entre las inteligencias creadoras y el mundo. Si se quiere forzar más el concepto de destino, este concerniría al hecho de que las altas culturas entran en el efecto retroactivo de su creatividad. Mientras más avanza en ellas la acumulación de los efectos artificiales —y mientras más se someten esos efectos a la ley de la autointensificación (en terminología cibernética, al feedback positivo)—, con mayor intensidad se hace ostensible el eclipse de la naturaleza por parte de la cultura, y más imparable se vuelve el desvanecimiento de los dioses.

    No es en absoluto casual que los piadosos hayan desconfiado desde siempre de las grandes ciudades como si de focos de ateísmo se tratara. Hacían bien en desconfiar, pues el habitante de la ciudad está rodeado continuamente de muestras del espíritu y de la fuerza de configuración puramente humana del entorno. Desde los días del Tanaj (el Antiguo Testamento de los cristianos) el nombre de Babilonia representa la feria de las vanidades. El entorno artificial de la ciudad remite a sus habitantes más a sí mismos y a las ambiciones arquitectónicas de sus antecesores que a las obras de los dioses o de Dios. El hecho de que metrópolis como Jerusalén, Roma o Benarés hayan sobrevivido como ciudades sagradas demuestra simplemente cómo ciertas élites sacerdotales consiguieron mistificar sus ciudades como teatro de pruebas arquitectónicas de la existencia de Dios. En Chicago, Singapur o Berlín y otras aglomeraciones urbanas del planeta, una maniobra de ese tipo habría fracasado a priori.
  • Bianca Beltránцитуєторік
    Al final, Dios no gana nada con todo esto, y los seres humanos, si han vivido de manera problemática, se arriesgan a la condenación. Bajo el clásico esquema de la relación entre Dios y las almas resulta impensable un flujo de inteligencia hacia el mundo. Bajo estas premisas, la humanidad posbabilónica, dispersa en culturas particulares, jamás conseguirá otra cosa que producir vástagos suficientemente parecidos.

    En este punto se hace valer la objeción de la Modernidad a la metafísica clásica. Debido a la naturaleza del asunto, esta objeción ha de adoptar la forma de una interpretación alternativa de la muerte. No se puede descartar que el ser humano «devuelva el alma» al morir, pero el supuesto de que al mundo no le afecte la salida de él de un alma inteligente no corresponde ya a la experiencia de seres humanos simbólica y técnicamente activos en las civilizaciones superiores.

    De hecho, se mire por donde se mire, los seres humanos han actuado universalmente como animales teopoiéticos. No obstante, por mucho que invirtieran en sus creaciones de dioses, precisamente por su furor teopoiético se manifiestan como seres vivos que erigen monumentos. En las altas culturas se comportan como productores que llenan con materiales el «vestíbulo de la conciencia»; actúan como coleccionistas de cosas memorables (tanto sagradas como profanas); funcionan como administradores de «posesiones de cultura» y como guardianes de patrimonios. Estas constataciones en modo alguno son compatibles con la idea básica de la tanatología clásica, según la cual el ser humano devuelve en la muerte su alma a Dios sin descuento alguno. Más bien parece que, en la medida en que se hace «creativo», el ser humano consigue la competencia de dejar atrás en el mundo algo de su alma inteligente. Es verdad que se devuelve en la muerte a «sí mismo», pero no pocas veces ha creado a la vez una «obra», que el mundo conserva y puede convertirse en el mismo en punto de partida de nuevas creaciones y legados renovables.
  • Bianca Beltránцитуєторік
    En el universo del Génesis (como en la mayoría de los mitos de la creación, que conocen un demiurgo, un maker, un primer autor) el summum de la reflexión reside en la inteligencia divina, que puede lo que quiere, y quiere lo que sabe. Las inteligencias individuales humanas son préstamos en porciones sacados del fondo de la inteligencia total. Esos regalos le serán devueltos al creador en la muerte de las criaturas. El mito del Juicio Final entraña la lógica de un contrato de préstamo: al retomar el alma prestada se examina si se devuelve completa y sin daño. En caso contrario, el prestamista ejecuta su venganza en los muertos que devuelven su alma dañada, deformada u oscurecida.

    Se entiende por sí mismo que dentro del esquema clásico de transacciones entre Dios, el alma y el mundo ninguna otra inteligencia adicional puede caber en el mundo. Tampoco ello parece necesario, puesto que Dios, desde la riqueza insuperable de su estructura, ha dado ya a la creación, a la naturaleza, tanto orden como necesita para su existencia. Tampoco el ser humano, animado con inteligencia, puede configurar el mundo con mayor sensatez de la que goza por su configuración originaria. Por eso siente el mundo a menudo como un «mundo exterior». Es su inquilino, no su transformador. Dentro de ese patrón metafísico, se establece una relación reflexiva exclusivamente entre Dios y el ser humano. El dador de inteligencia llama a las almas a la existencia y les concede suficiente revelación para introducirlas a la creencia en él; por lo demás, los seres humanos viven «en su tiempo» y tras el vencimiento de dicho tiempo devuelven su inteligencia animada, a las puertas de la muerte. Recordemos otra vez la sutil expresión francesa rendre l’âme. También los cantos de iglesia protestantes saben, a su manera, que el mundo no es «mi verdadero hogar»19
  • Bianca Beltránцитуєторік
    Fichte el que en su obra tardía introdujera lo impersonal en el yo; en principio, se necesita efectivamente un yo para que se pueda pensar, pero tras del yo, que conozco inmediatamente porque yo lo he establecido, se revuelve un yo que no conozco y que me utiliza como su ojo, por así decirlo. El yo desconocido, que mira a través de mí, se llama Dios. Dios es la voluntad de contenido, la voluntad de no-esterilidad, la voluntad de no-agotamiento-en-la-autorreferencia-vacía; en una palabra, la voluntad de mundo).
  • Bianca Beltránцитуєторік
    El desvanecimiento como tal no tiene por qué ser fatal18. Tal como demuestra el presente, un dios puede recuperarse de la palidez si la coyuntura es favorable, aunque la mayoría de las veces en una coloración dudosa. En lo esencial, el desvanecimiento es irreversible porque la civilización moderna genera tanta luz artificial por su arte, su ciencia, su técnica y su complejo de medios que la luz de Dios parece mortecina a su lado. Solo se puede dejar que brille los domingos y fiestas, cuando se apagan las máquinas de luz artificial.
  • Bianca Beltránцитуєторік
    Desde que el Uno echó a un lado a los demás, dormitan los dioses en el exilio. Y, sin embargo, los teólogos oficiales creen, antes como ahora, haber proporcionado el mejor servicio al mundo al hacer dependiente a una gran parte de la humanidad de un Dios escindido en sí mismo, cuya unicidad se consiguió con un buen enmascaramiento de la incompatibilidad de sus propiedades supremas.

    En su celo suprematista, los teólogos religiosos se habían empeñado en revestir a Dios con los dos atributos más resplandecientes a la vez: omnipotencia y omnisciencia8. No tuvieron en cuenta que con la proclamación de esas dos propiedades de manera simultánea implantaban una contradicción efectiva de naturaleza altamente explosiva en lo supremo: o bien Dios es todopoderoso y entonces su voluntad creadora permanece libre en cualquier tiempo futuro para lo nuevo y nunca puede ser reflejada, sino a posteriori, por su saber; o bien es omnisciente y entonces tendría que haber consumido ya todo su poder creador; solo así podría mirar de forma retrospectiva al universo del ser-sido en un eterno fin de jornada.

    El pensamiento veteroeuropeo necesitó milenio y medio para poner en marcha la contradicción que encerraba el concepto monoteísta de Dios. La puesta de relieve de la contradicción tanto tiempo encubierta se malentendió la mayoría de las veces como crisis de fe de la Edad Moderna. En realidad, el poder y el saber, tanto en lo relativo a lo superior como a lo inferior, huyeron el uno del otro y se configuraron de nuevo. Pero, mientras que la teología cristiana más reciente, la protestante sobre todo, se decidió por la apertura al futuro de la Modernidad y se las ha arreglado más o menos calladamente con la pérdida de la omnipotencia de Dios9
  • Bianca Beltránцитуєторік
    En el punto de encuentro de la voluntad y la manifestación se configura el mundo como proyecto y empresa. No fueron los comerciantes y navegantes los responsables de la reforma y transformación del mundo en conjuntos de proyectos, sino que los pensadores revocaron la parálisis metafísica del futuro. Por eso a figuras como Schelling, Hegel, Bergson, Heidegger, Bloch y Günther, y quizá [pese a ser muy anterior] también al Cusano, les corresponden lugares eminentes en el panteón de la filosofía «contemporánea». Estos autores fueron los primeros que acabaron con el desalojo del tiempo y del cambio del ser. Dinamitaron la carcasa muerta de la ontología en tanto en cuanto colocaron el tiempo y el novum en lo más profundo del ser.
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