Te di ojos y miraste las tinieblas

Pero a la vieja, que dormía como una fruta podrida caída del árbol, sobre todo la vigilaba. Porque Margarida quería estar ahí cuando Bernadeta se muriera. Quería verlo. Quería ver cómo se le negaban la salvación y la gracia divina por haber andado tantas veces con el diablo.

Había nacido, como todas las cosas que nacen. Pero Marta no se había muerto. Todavía. Como todas las cosas que mueren

Lo entendió. Comprendió que todo tiene su precio. Y que el precio siempre es demasiado caro.

Pero entonces Margarida lo entendió. Con el corazón en un puño. La cama de sus hijos estaba vacía y las mantas, frías, y Margarida lo entendió. Sabía que, por culpa del pacto que Joana había hecho y deshecho con el diablo, a ella le faltaba un cuarto de corazón y a Blanca le faltaba la lengua. Que aquella hermana suya amarillenta que se llamaba Esperança había nacido sin hígado. Al heredero le había faltado el agujero del culo. A Esteve, una oreja, a Guilla, el nombre, a Àngela, el dolor, a Martí el Coix, medio palmo de una pierna, y a Bernadeta, las pestañas, y después entendería que a

—Érase una vez un joven pobre y una heredera rica que estaban enamorados. Los jóvenes querían casarse, pero los padres de ella no estaban dispuestos a consentir que su hija contrajera matrimonio con un muerto de hambre y le decían, «¡No vamos a dejar que te cases!».

La voz de Joana era profunda y ronca.

—Pero los enamorados siguieron viéndose a plena luz o a escondidas, y un anochecer, el joven, que volvía triste del encuentro, se cruzó con una vieja, que le preguntó, «¿De dónde vienes tan alicaído, muchacho?». Él le respondió que venía de ver a su amada, pero que no podían casarse. «¿Por qué?», le preguntó la vieja. «Porque sus padres no quieren, no soy de su ralea.»

Las olas de dolor reculaban

Margarida lo pidió a gritos. Ciega. Por favor, por favor, que atraparan a Francesc y lo mataran con crudeza, poco a poco, para que tuviera tiempo de acordarse de ella. Y que también prendieran y mataran de la misma forma cruda y lenta a la comadreja que lo seguía

«Te di boca y confabulaste con otro», tropezaba, pero el estrépito continuaba, «Te di ojos y miraste las tinieblas».

Entonces la muy desgraciada se dio cuenta de que no eran hombres del virrey quienes se la llevaban. Eran demonios. Observó los márgenes de esa vía horripilante y vio una procesión de animales despellejados abandonados al sol.

Porque el camino solo se ve con el martirio. Como el cordero. Solo con arrepentimiento.