Obras escogidas

haya dejado a las generaciones de hoy, gracias a la paciencia de Proust, un fragmento de tiempo en estado puro, un trozo de vida intacta del que no sabemos exactamente qué preferir: si el prestigio de los recuerdos, conquistados por la memoria, o el valor de la realidad, protegida por el olvido.

En este sentido, el éxito de la epopeya proustiana resulta un síntoma deprimente. Su mundo nace y muere con él, sin abrir caminos, ilusiones, anhelos y expectativas —como no sea la del milagro de su sola y profunda repetición: la resurrección por la magia insólita del recuerdo; la visión del pasado como el futuro más deseable; el eterno viaje de regreso que nos acerca, cada día más, a la ciudad natal de la que partimos—…

pesar de las divergencias, las oposiciones y las reservas, la gran novela de Proust constituye uno de los monumentos de la literatura europea del siglo XX. Una selección de sus máximas ha sido editada por la Columbia University Press. La Oxford University Press le consagró, en 1965, un importante volumen, escrito por Bersani. Y menciono estos casos sólo como indicios —tomados al azar— de una influencia que ha trascendido a muchas universidades del mundo

y un mucho por la paradójica certidumbre en que se encontraba de que, cuanto más conocemos a un ser, más suele apartarse él de nuestras pesquisas —y menos, realmente, lo conocemos—.
“No juzguéis” es la fórmula consagrada. Y el más importante juicio que Proust emitió en su obra —y eso, indirectamente— fue un juicio de orden estético: la belleza que dura constituye, en sí misma, un bien.

pues juzga a los hombres incorregibles. Se conforma con ilustrarlos. Más que consejos, formula observaciones morales, de fina psicología. Asocia, entonces, a la desencantada amargura de La Rochefoucauld, la ironía sensible de Stendhal

Pero Proust no busca la colaboración del destino para condenar a sus personajes. Triunfan, a veces, los más impuros. La señora Verdurin acaba por ser princesa. Sufren, en ocasiones, los más virtuosos. La abuela del narrador muere muy tristemente. Sin embargo, todos, hasta en la propia dicha, precaria siempre, llevan consigo su propio infierno. Desde ese punto de vista, el autor de En busca del tiempo perdido —tan bondadoso en lo personal y tan parecido a Mischkin, según Stephen Hudson— resulta más cruel que el profeta entusiasta y duro de La muerte de Iván Ilich.

El artista no juzga; pero el moralista previene, deduce y, por momentos, concluye. Lo importante es sentir que, en Proust, el moralista no lucha con el artista; no lo detiene. Trabaja aparte.

No es posible tener talento si no se es bueno”.

aptitud científica en la realización del análisis y la entrega sincera del corazón

Esa unidad entre el fenómeno transitorio y el tiempo —eterno— dentro del cual el fenómeno se produce, es, a mi ver, la conquista mayor de Proust: la promesa de su constante resurrección.