La crónica de la vida de Teresa Sánchez esconde el drama de una mujer inteligente perdida en una experiencia que no puede manejar y que trata de agarrarse a una fe que le es impropia, administrada por confesores embarcados en rutas en colisión. Su vida es un intento de explicación que quedará, por fin, resuelto en Flandes: “En estos días en los que el mundo nos mira con lupa y se ceba con nuestro Rey, no es político exhibir por ahí a una monja, amiga de Su Majestad, hereje, que mucho mal diría de nuestros institutos reformados. Es más oportuno mostrar santos emblemáticos. Y en medio de tantas penurias temporales el propio pueblo demanda nuevos santos mejor que braseros”. Cuando el intento del inquisidor de recoger los huesos de Teresa en un arcón y quemarlos en auto de fe se chocan con los nuevos vientos de la política del Rey, estamos ante el inicio de la elaboración del enquistamiento de una marrana, enferma y alumbrada dentro de un mito que irá creciendo hasta convertirse en el fenómeno que hoy conocemos. Cuanto más grande y voluminoso, menos sirve de ejemplo y más de devoción. Y seguirá creciendo hasta convertirse en la santa más grande de la historia de la Iglesia, después de la Virgen María. Teresa Sánchez solo llegó a andar, tímidamente, los primeros pasos en un camino cercano a la dirección de la mística. Todo lo que hizo, al final, fue beber en casa de su padre un vaso de agua emponzoñada. Lo demás, como veremos, vino a consecuencia de ello.
