Nadie lo dijo, pero esa era la recámara de mi mamá: los muebles, a pesar del cuidado, se veían desgastados. Había calcomanías de gatitos pegadas alrededor del espejo del tocador, algunas ya casi desvanecidas. Hurgué un rato en los cajones y encontré ropa más o menos de mi talla, pero no me atreví a probarme nada. En el ropero había zapatos, casi todos bajos, y un solo par de tacón: unas zapatillas lisas color crema. En el tocador había un esmalte de uñas rojo y un frasco de perfume sin etiqueta. Acerqué el atomizador al dorso de mi muñeca lo más que pude y lo apreté. Una gota gruesa explotó sobre mi piel y escurrió un poco en mi zapato. Olía a mi mamá vestida de blanco en la puerta de la iglesia, del brazo de mi papá, a su sonrisa en la foto que más me gustaba de ella. En uno de los cajones de la cómoda había una caja de pañuelos forrada con listones y encajes. En un lado tenía un trozo de tela donde se leía «Flor Isela», bordado en manuscritas; del otro lado, un listón rosa decía «Secreto». Pesaba un poco. No la abrí. Me imaginé a una hija mía de 15 años hurgando en mi habitación y volví a guardarla de inmediato.