La mente colonizadora considera que la tierra es una propiedad, un activo para la especulación, un capital o una fuente de recursos naturales. Pero para nuestro pueblo lo era todo: identidad, conexión con los antepasados, el hogar de nuestra familia no humana, la reserva de medicamentos, la biblioteca, el origen de cuanto nos permitía vivir. En ella se hacía manifiesta nuestra responsabilidad con el mundo. Era suelo sagrado, que solo se pertenecía a sí mismo: un don que recibíamos, no una mercancía. No podía comprarse ni venderse.