Quién quiere ser madre

Así, llegamos a los cuarenta con trabajos precarios, buscando en internet métodos para sostener la fertilidad, paliar la infertilidad o llevar a cabo una maternidad por cuenta propia: soluciones que probablemente ayudarán a pagar nuestros padres o los bancos.

Cuando los intereses productivos saludan las conquistas del feminismo, es hora de pararse a pensar que nuestra tendencia a lo mejor no es un mero cambio en las costumbres reproductivas. El mercado laboral abraza la maternidad socialmente tardía con tal entusiasmo y eficacia que consigue hacernos creer que nosotras también la deseamos.

«Hasta que no tengamos todo aquello —y aquello incluía sobre todo un rosario de experiencias— para lo que nos educaron, ¿quién querría tener un hijo?»

Quizá las generaciones posteriores a las nuestras, las mejor preparadas de la historia, sí aprendan algo, a pesar de la dificultad de sus minijobs y sus maletas: a presionar a la clase política para implementar in­fraes­truc­tu­ras y medidas que apoyen la maternidad y paternidad en un tramo más temprano de la edad fértil. O a la clase médica, con el fin de ampliar el espectro de la reproducción asistida pública.

A finales de los noventa y en los círculos feministas que ya solíamos frecuentar, las entonces novísimas técnicas de reproducción asistida eran recibidas con muchos reparos críticos. Nos medicalizaban y sacaban el proceso de nuestros cuerpos para ponerlo en manos de la industria. Luego quedaron más claras las ricas posibilidades que la tecnología reproductiva nos abría a las mujeres: la creación de nuevas familias con, por ejemplo, dos madres, o la opción empoderadora para aquellas que deseaban ser madres por su cuenta.