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Enrique Serna

Amores de segunda mano

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  • kim claudiaцитуєторік
    La quietud de la celda se prestaba para seguir su consejo. A las siete de la noche cortaban la luz y se quedaba tumbado en el catre oyendo las lejanas pisadas de los celadores. Entonces reñía consigo mismo. Era un estúpido por haberse creído ruin alguna vez. Después de tanto sufrir por culpas insignificantes o imaginarias, terminaba pagando una culpa ajena como Nuestro Señor Jesucristo. Ya eres víctima, estúpido, ¿qué más quieres? Ahora tienes la conciencia como nalga de bebé. Serías muy cretino si después de esto vuelves a mortificarte por algo.

    Al tercer día de su traslado al Reclusorio Norte, cuando ya creía tener el alma blindada, le tocó hacer la fajina de baños. Vio los charcos de orina, las montañas de mierda en los excusados, las moscas revoloteando en los basureros y se volvió hacia el vigilante con una súplica en la mirada.

    —¿Qué, muy delicadito? Pues si no quieres atorarle te sale en un tostón.

    Pagó la mordida sin titubear.

    —¿Y ahora quién va a hacer la limpieza?

    —Por eso no te preocupes —el vigilante se guardó el billete—, aquí sobran jodidos que no tienen para la cuota.

    Guillermo volvió a su celda con el estómago revuelto. Se había despertado la regañona de siempre.
  • kim claudiaцитуєторік
    sanguínea reveló que no era portador del virus. Invitó a la enfermera que le dio la noticia a cenar con champaña, se la cogió con condón y se quedó tres días más en Houston haciendo compras de euforia. Volvió a México un sábado por la mañana y de inmediato quiso tranquilizar a Clara en lo referente a la enfermedad, En la puerta de su casa se habían apostado dos judiciales que bajaron de un Dart blanco al verlo llegar. Tenían orden de aprehensión contra él.

    —¿Pero de qué se me acusa?

    —No te hagas pendejo —lo metieron al coche a empujones—. Andas prófugo por lo del fraude a la constructora. Ahora sí ya te llevó la chingada.

    No supo cuáles eran los cargos hasta que su abogado lo visitó en los separos de la Procuraduría. Temiendo que los denunciara en el Proceso, Benito y Sergio habían montado una trampa legal para culparlo de un desfalco por medio millón de dólares. Las pruebas de la acusación eran documentos bancarios en los que su firma había sido falsificada por una mano experta. El abogado había descubierto que Ampudia no solo se protegió contra una posible denuncia por cohecho: meses atrás había tomado fondos de la constructora para una desastrosa operación de Bolsa. Y esa era precisamente la malversación que ahora le achacaba con el mayor descaro. Guillermo contuvo un grito de cólera mordiéndose el puño: quería contratar un gatillero para matar a Benito. El abogado le advirtió que si buscaba a un sicario, abandonaría el caso. Él podía sacarlo de prisión en seis meses, repartiendo mucha lana en los juzgados, pero un homicidio ya eran palabras mayores. No le quedaba otra que tragar camote y tomarse las cosas con filosofía.
  • kim claudiaцитуєторік
    Una culpa mayor apagó su combustión interna. Mad Family salió del aire de un día para otro, suspendida por tiempo indefinido. El noticiario de la cadena rival aclaró el misterio: Jack Hamilton se había pegado un tiro al descubrir que estaba enfermo de SIDA. En el camerino donde hallaron el cadáver dejó una nota en la que explicaba la causa del suicidio y pedía ser cremado. Al ver su body bag en pantalla, Guillermo saltó de la cama y fue a vomitar al baño. No había tomado precauciones al acostarse con Sharon y ella había roto con Jack apenas dos años antes. El mareo persistía a pesar del vómito. Metió la cabeza en el lavabo y con el chorro de agua fría en la nuca entrevió lo peor de todo: no solo su vida corría peligro, quizá hubiera contagiado a Clara. Se vio al espejo y no se reconoció. Con los labios blancos y las mejillas hundidas parecía un criminal condenado a muerte
  • kim claudiaцитуєторік
    Guillermo se vio reflejado en el personaje de Jack: también él era un papá modelo en un hogar anodino, libre de angustias y deseos soterrados. Tocaba fondo en el autoescarnio cuando Clara salió del baño desnuda y se puso el camisón delante del televisor. Al ver sus pechos pecosos recortados contra la pantalla tuvo un capricho perverso. La llamó a la cama con un guiño de picardía y mientras acariciaba su cuerpo anhelante —joven aún, pero que le sabía a pan de antier— pensó en el otro Hamilton, el del ménage à trois frustrado por los pudores de Sharon. Él no tenía obstáculo para juntarla con la millonaria decadente, a la que su imaginación vistió con la lencería más obscena expuesta en los aparadores de la calle 42. Nina y Kevin llegaban a cenar escondiendo los patines en la chimenea mientras Hamilton distraía a la temible mamá y Guillermo gozaba a sus dos mujeres olvidando a la que tenía entre los brazos, demasiado concreta para arrebatar su imaginación. Le hizo el amor desde lejos, viéndose en los ojos de Jack: en casa cumplía un engorroso deber pero en la cinta de video aullaba de lujuria como un demonio del Bosco.

    El capricho se volvió costumbre. Mad Family ponía el erotismo y él la voluntad.
  • kim claudiaцитуєторік
    Guillermo se las ingenió, sin embargo, para extraer del modesto pecado una culpa enorme. Su angustia se recrudeció cuando puso la última viga en el centro de convenciones y ya no tuvo pretexto para viajar a Huatulco. Allá era un solista de la vileza. Reintegrado a la familia era un reptil entrometido en un coro de ángeles
  • kim claudiaцитуєторік
    La salida se pospuso indefinidamente porque Guillermo no respondió a sus llamadas. El encuentro le dejó un amargo sabor de boca. Se había equivocado creyendo que perder a Clara debía ser una tragedia para cualquiera. Emilio no era un cadáver despechado que se arrastraba por los tugurios de la colonia Doctores pidiendo canciones de José Alfredo. Eso le quitaba un remordimiento, pero en vez de sentir alivio experimentó una súbita devaluación de sí mismo, como si cayera de un sube y baja en el que se había mantenido en alto por el contrapeso de su víctima imaginaría. Clara lo acompañó en la caída. Su encanto de mujer fatal se esfumó ante la evidencia de que no había destrozado a ningún cordero. Guillermo empezó a notarle un fuerte parecido con las señoras de bata y pantuflas que llevaban a sus hijos a la escuela en las sucias mañanas de inversión térmica. También ella roncaba y se inmiscuía en los noviazgos de las criadas. También presumía sus viajes al extranjero con las vecinas y les restregaba en la cara cada nueva adquisición familiar: el equipo de video, la parabólica, el tercer coche para evadir el «Hoy no circula»
  • kim claudiaцитуєторік
    Aficionado a las metáforas urbanistas, Guillermo comparaba su relación de pareja con el emplazamiento de su casa en las faldas del Ajusco, donde la contaminación se dispersaba con las ráfagas de viento que bajaban del cerro. A ellos les pasaba lo mismo: su vitalidad los protegía contra el nubarrón químico de la costumbre.

    Abajo, en la ciudad color de rata, el humo y la rutina asfixiaban a millones de seres domesticados, envilecidos, uniformes en el fracaso. Ellos eran de otro tipo sanguíneo. Tenían algo de animales salvajes, quizá porque se habían llevado una víctima entre los dientes cuando el instinto les ordenó atropellarlo todo. Un amigo había salido perdiendo, pero Guillermo se preguntaba qué habría sucedido si no lo hubieran lastimado en el momento oportuno. ¿Tres infelicidades en vez de una? Ese modo de pensar lo había reconciliado consigo mismo. Emilio ya no pesaba en su vida. Era un fantasma jubilado de quien solo conservaba una superstición: aborrecía las caricias al aire libre y ni siquiera borracho besaba en público a Clara
  • kim claudiaцитуєторік
    En el Volkswagen de Emilio, camino al teatro, todavía tuvo que soportar besuqueos y trueques de almíbar en cada semáforo. Su incomodidad no cesó hasta que se apagaron las luces y empezó la función. Si de todos modos iba a ser espectador, prefería el drama del escenario al meloso videoclip de sus amigos. La obra se llamaba Traición y el tema era bastante manido —un triángulo amoroso— pero con la rareza de que la intriga retrocedía en lugar de avanzar. Aunque los cambios de tiempo eran desconcertantes, y aunque Ofelia Medina lo encandilaba con su belleza, Guillermo estuvo atento a la obra casi media hora. Ni un minuto más, porque de pronto Clara, que tenía calor y se abanicaba el pecho con el programa de mano, empezó a rasparle la pantorrilla con la punta de su tacón izquierdo. Al principio creyó que se trataba de un tic nervioso y retiró la pierna con enfado porque no podía soportar, deseándola tanto, la limosna de un roce involuntario. Pero Clara estaba consciente de lo que hacía y no cejó en el pedestre asedio, llegando al extremo de quitarse el zapato para incursionar pantalón adentro con su pequeño y cínico pie.

    Al terminar la función, cuando Emilio fue a pagar el estacionamiento, hicieron cita para el día siguiente en casa de Clara. Pasaron el mejor domingo de sus vidas, amándose hasta ver constelaciones a ras de suelo. El lunes Guillermo encontró a Emilio en la facultad y no le pudo sostener la mirada. La culpa se había aposentado en su alma.
  • kim claudiaцитуєторік
    Carcajada de ambos, ahora sí franca y liberadora. Con los espasmos de risa, la mano de Clara se quedó como al descuido sobre la suya. Fue un contacto accidental, pero bastó para que Guillermo ardiera. Ya tenía celos retrospectivos, ya pensaba que la lealtad era una despreciable virtud canina, cuando Emilio irrumpió en el café y aplastó su naciente ilusión saludando a Clara con un beso en la boca
  • kim claudiaцитуєторік
    El contorno del dibujo desapareció luego de mil fricciones dolorosas. Finalmente, sin reparar en irritaciones y quemaduras, asesiné con esmero la firma de Picasso. Había roto mis cadenas. Yo era yo.

    Sintiéndome desnudo, resucitado, prometeico, fui corriendo a mostrar mi pecho a los inspectores del Ministerio. Quería presumir altaneramente mi fechoña, demostrarles quién había ganado la batalla. Pero ellos guardaban un as bajo la manga: la cláusula sexta del párrafo tercero de la Ley de Protección del Patrimonio Artístico. La encantadora cláusula dispone una pena de 20 años de cárcel para quien destruya obras de arte que por su reconocido valor sean consideradas bienes nacionales. «¿Y qué pasa cuando una obra destruye a un hombre?» les pregunté, colérico. «¿A quién habrían castigado si hubiera muerto por culpa del tatuaje?». Cruzándose de brazos me dieron a entender que no tenía escapatoria. En una camioneta blindada me condujeron a esta prisión, donde me dedico desde hace meses al kafkiano pasatiempo de escribir cartas al secretario general de la ONU, rogándole que interceda por mí en nombre de los Derechos Humanos. Como el secretado no se ha dignado responderme todavía, he decidido publicar este panfleto para que mi situación sea conocida por la opinión pública.

    ¡Exijo libertad para disponer de mi cuerpo!

    ¡Basta de tolerar crímenes en nombre de la cultura!

    ¡Muera Picasso!
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