Si Dios amara a estos niños, no les habría quitado tan pronto a padre y madre.
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los niños, quedaron solos: Heinrich, diecinueve; Katharina, dieciocho; Lorenz, diecisiete; Walter, trece; Grete, siete; Irma, tres; Sepp, dos
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Maria, mi abuela, tenía treinta y dos años y había traído siete niños al mundo.
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Gottlieb Fink, el antiguo alcalde, dijo:
—La niña es mía. La Grete es mi niña. La Margarethe es mi hija.
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Algunos lo creían, pero igual les parecía demasiado lo que había hecho el cura, es decir, comportarse como si él fuera el dueño del Señor.
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algunos eran buenos con las cuentas y otros con la lectura, él preferiría ser bueno leyendo...
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Cuando el tío Walter se aburrió de la prostituta, se la pasó a su hermano menor, el Sepp, que se casó con ella.
Los hermanos nunca hablaban entre ellos del pasado. Eran hombres que habían salido de la tierra y que se consumieron cuando ya no hubo nada que esperar.
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Al día siguiente el cura volvió, no solo esta vez. Esta vez vino con un muchacho al que le ordenó buscar la escalera del establo, subirse y, con un desbastador, desmontar el crucifijo que estaba junto a la puerta de entrada.
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—Los niños y yo, no tenemos nada para comer
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A veces pasaba que la mujer de la panadería, la Else, les ponía un segundo pancito en la mochila. Del techo, sobre la mesa de la cocina, colgaba la lonja de tocino que el alcalde había dejado al final. Allí, los niños frotaban sus cortezas de pan. Para que al menos tuviera algo de sabor.