Así empezaron los sueños en voz alta. Así surgieron las historias en aquel lugar. Historias que eran casi verdad y sueños nunca soñados escapaban de sus labios para remontarse sobre la luz vacilante de las velas, levantando polvo de las cajas y botellas. Y no importaba saber quién contaba el sueño ni si éste tenía significado. A pesar de que les duele el cuerpo, o precisamente por ello, entran con facilidad en el cuento de la que sueña. Entran en el calor del Cadillac, sienten el manotazo de aire fresco en la tienda Higgledy Piggledy. Saben que llevan las zapatillas de deporte desatadas y que el tirante del sostén las molesta cada vez que se desliza del hombro. El paquete de salchichas Armour está pegajoso. Inhalan el perfume de los niños dormidos y se sienten protectoras aunque se percatan de que uno de los niños tiene la cabeza en una postura rara. Colocan la cabeza del niño que duerme y niegan, niegan en redondo lo que ya saben, y se van a casa. Suben por las escaleras del porche con las salchichas, los niños y el bolso en los brazos, diciendo: «No quieren despertarse, Sal. ¿Sal? Mira, no quieren despertarse». Dan patadas bajo el agua, pero no demasiado fuerte por miedo a despertar aletas o escamas ahí abajo también. Las voces masculinas hablan hablan hablan todo el rato, empujando la suya garganta abajo. Hablan, hablan, hasta que no queda aliento para gritar o contradecir. Todas parpadean y se ahogan con el gas lacrimógeno, mueven la mano lentamente hacia la espinilla arañada, el ligamento desgarrado. Corre arriba y abajo por los pasillos durante el día, duerme acurrucada con las luces encendidas por la noche. Dobla los quinientos dólares en el fondo del calcetín. Gime de dolor por el pene de un desconocido y la rivalidad con la madre, seductora y corrosiva como la cocaína.