«Pero ¿por qué no me dirá sencillamente que me ama? —pensaba—. ¿Por qué inventa no sé qué dificultades y dice que es viejo cuando todo es tan sencillo y tan hermoso? ¿Por qué pierde un tiempo precioso que, quizá, no vuelva jamás? Que me diga: te amo, que me diga con palabras: te amo. Que tome mi mano con su mano y oprima su cabeza contra ella y me diga: te amo. Que se ruborice y baje los ojos delante de mí, y entonces se lo diré todo. No, no se lo diré; lo abrazaré, me apretaré contra él y me echaré a llorar. Pero… ¿y si es un error y no me ama?», se me ocurrió de pronto.
Me asustó lo que sentí: no sé hasta dónde habría podido llevarme ese sentimiento; recordé su confusión y también la mía en el cobertizo cuando salté a donde él estaba, y volví a sentirme muy, muy afligida. Las lágrimas se derramaron de mis ojos; me puse a rezar. Y de pronto se me ocurrió una idea curiosa que me tranquilizaba y me daba esperanza. Decidí que a partir de ese momento guardaría el ayuno, comulgaría el día de mi cumpleaños y ese mismo día me convertiría en su novia.
¿Para qué? ¿Por qué? ¿Cómo debía ocurrir? Yo misma no lo sabía, pero a partir de ese momento creí que así sucedería y supe que así sería.