Pablo y yo cometimos una pequeña locura cuando Diego cumplió tres años. Le dijimos a su profesora que faltaría al cole un día y nos lo llevamos al juzgado donde nos casamos sin nadie más de testigo que los propios trabajadores del registro civil. Preferimos guardar aquel secreto entre nosotros dos y no compartirlo jamás. Acto seguido fuimos con Diego al estudio de tatuaje donde nos tatuamos en una noche de borrachera una ola del mar en la muñeca y nos dibujaron para siempre dos aros negros alrededor del dedo anular de nuestra mano derecha. Después cenamos pizza, porque a Diego le encantaba. A día de hoy Pablo y yo seguimos siendo los únicos que sabemos que además de la vida, el mar y una noche, nos casó un juez; nuestro hijo era demasiado pequeño para recordarlo. Y a nosotros nos parece especial que siga siendo así y cuando Amaia bromea diciéndonos que vivimos en pecado, nos miramos cómplices.