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Ana Clavel

Las Ninfas A Veces Sonríen

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“En ese entonces me daba por tocarme todo el tiempo. Fluía. Me desbordaba. Jugueteaba con mis aguas”. Así comienza Las ninfas a veces sonríen, nueva novela de Ana Clavel, una escritora que en cada libro cambia de piel. Ahora vuelve como una pequeña diosa, más viva que el deseo, una ninfa que nos seduce con su inocencia como hace con un “caballero de manos dulces”, mientras corta flores del camino. Novela de iniciación de una adolescente que borda con fantasías su propio paraíso, erótica y sensual, Las ninfas a veces sonríen nos presenta un juego de perversiones desde una mirada femenina. Cuenta con detalles un despertar sexual a veces con otras “ninfas” o “ángeles” o “faunos”, a quienes les da por besar, sorber o tocar. “En ese tiempo le daba por tocarme todo el tiempo. Era un bardo de un mundo ajeno”, murmura antes de encontrar a su príncipe. La brevedad es una virtud en las novelas de Ana Clavel, quien ha recurrido al travestismo literario al escribir como hombre en Cuerpo náufrago y ha declarado que “el narrador se disfraza, al momento de narrar, a veces asumiendo un género diferente respecto al que firma el escrito”. En su nueva novela, sigue explorando la  sexualidad y el éxtasis a través de sus personajes, que  se atreven a transgredir sin dejar de ser encantadores.
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Враження

  • Jaqueline Hernándezділиться враженням4 роки тому
    👎Не раджу

    El hilo conductor es la apología al abuso de niñas y su narración está desconectada. La autora confesó que tuvo un atorón escribiendo la novela y se nota. Ni siquiera califica como novela experimental.

Цитати

  • Jaqueline Hernándezцитує4 роки тому
    Así que me había visto, tocado, manoseado sin que yo me diera cuenta. Supe entonces que la violación comienza con la mirada... Y los piropos, como las flores, los poemas y las canciones, son una forma de sublimarla
  • Jaqueline Hernándezцитує4 роки тому
    Este hombre despierta mi hombre. Llega tarde a la cena de autores a la que he sido invitada. Inapetente, apenas si he tocado un par de bocadillos. Saluda y entre el alboroto, queda a mi lado. Es sencillamente un encantador. Toca su flauta y ya me bamboleo y salgo de la cesta. Su olor me abre.

    Platicamos sin ocuparnos de los otros: de las anguilas que discurren ciegas por su deseo en un libro de Cortázar, de los mingitorios del Bar del Diego “tan inodoros y límpidos que se podría beber agua de ellos”.

    De pronto me pasa la mano por debajo de la mesa. Descubre el bulto que sólo para algunos me crece. “No sabía que las mujeres tuvieran pene”, susurra a mi oído. Siento la presión en la entrepierna, casi dolorosa, y le sonrío porque también ha despertado mi hambre. Un camarero coloca un plato de cerezas y ambrosía en la mesa. Tomo uno de los frutos entre mis dedos y, golosa, comienzo a devorarlo.

    Mi hombre se levanta y se dirige al baño. Luego de unos segundos en que contesto una pregunta de otro de los invitados, me excuso para ir al tocador. Abro el que no me corresponde. Ahí está mi hombre. No se sorprende al verme pero tiembla y se sonroja con una fiebre repentina. Me aproximo a él y le acaricio sus tímidos senos de doncella encantada. Por fin despiertan. Le digo: “Vaya, vaya... están crecidos” y me inclino a sorberlos.

    Mi hombre gime rotundamente abierto. Con urgencia, palpa otra vez mi bulto de fauno, cada vez más hambriento. Ahora sus ojos son una súplica ardiente. Entonces le ordeno: “Date la vuelta”. Sus manos se apoyan en el borde del mingitorio mientras le confieso: “Ahora sí, voy a comerte...”.
  • Jaqueline Hernándezцитує4 роки тому
    Yo, diosa, capullo, fuente, declaro: he amado a este hombre desde toda la eternidad —aunque, sobra decirlo, acabo de conocerlo—. Apenas intenta sentarse a mi lado en el avión con su portafolios incluido y ya conozco la gravedad con que se toma las cosas importantes, sus trabajos de Hércules contemporáneo, cuando su corbata pregunta: “¿Puedo aterrizar a su lado?” Le sonrío apenada porque tendré que quitar todo mi tinglado del asiento y apresurarme para que no descubra un pedazo de pan con miel y ambrosía que he dejado envuelto en una servilleta por si me apremiaba el hambre. ¿Aterrizar ha dicho? Dudo un instante. Pero si yo sé que debajo del traje lleva alas. ¿Empleó la palabra para el asiento o para mi cuerpo?

    Su sonrisa me convence. Entre ambos ponemos orden, recogemos las migas y por fin se cala el cinturón de seguridad. Apenas a tiempo antes de las turbulencias. Entonces su mirada se vuelve un naufragio que urge mi mano. Se ha transformado de súbito de héroe disfrazado en traje de oficina en un chiquillo: le tiendo la mano y comienza a apretarme como si fuera yo su única salvación. Cierro los ojos mientras el vértigo me crea remolinos por dentro. En el bamboleo el héroe a quien he amado desde toda la eternidad roza sus labios en mi pelo. Abro los ojos: su nariz me apunta excitada. Sigue apretándome. Casi grito cuando un tumbo del avión nos hace brincar de los asientos.

    Por fin regresa la calma. El avión se desliza para aterrizar. Cuando la azafata nos comunica que ya podemos quitarnos los cinturones, el hombre de mi vida me planta de súbito un beso en la mejilla y me da las gracias. Toma su portafolios y se aleja antes que los otros pasajeros comiencen a levantarse. Su figura se pierde en el pasillo.

    Veo su asiento vacío a mi lado. Se ha dejado una pluma fuente que debió de salírsele del saco. La acaricio y la hago manar tinta sobre mi palma.

    Es todo lo que me resta del mítico hombre a quien he amado desde toda la eternidad

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